Nos dirigimos junto con Habu al mercado que estaba en la distante zona bengalí de Benarés. El sol nada gentil de la India no llegaba aún al cenit cuando ya nosotros habíamos efectuado nuestras compras en los diferentes bazares. Nos habrimos paso poco a poco, en medio del fárrago, lleno de colorido de mujeres, sirvientes, guías, clérigos, viudas sencillamente ataviadas, brahmanes con aire de dignidad, sin faltar los intocables toros sagrados. Al pasar frente a una modestísima callejuela, volví la cabeza para contemplarla.
Un hombre de aspecto crístico, vestido con la túnica ocre de los swamis, permanecía estático al final de la callejuela. Su aspecto me pareció instantánea y arcaicamente familiar. Por un instante, mi mirada le devoró ávidamente; luego, la duda me asaltó.
“Estás confundiendo a este monje errante con algún otro que conoces”, pensé; ¡soñador sigue tu camino! “.
Diez minutos después sentí un fuerte entumecimiento en los pies, como si se me hubiesen vuelto de piedra y se hallaran imposibilitados para llevarme más adelante.
Con dificultad me volví hacia atrás, y entonces mis pies retornaron a la normalidad.
Me volví otra vez en dirección opuesta, y los sentí pesados nuevamente.
“El santo está atrayéndome magnéticamente “. Con este pensamiento, amontoné los paquetes en los brazos de Habu. El había estado observando con curiosidad lo incierto de mi caminar y ahora rompía a reír a carcajadas.
“¿Qué, te has vuelto loco?”
La avalancha de emociones que me poseían me impidieron contestarle.
Rápida y silenciosamente, me marché. Como si volara con el viento, volví sobre mis pasos y llegué hasta la estrecha callejuela. Con una breve mirada, descubrí la callada figura del santo, que miraba fijamente en mi dirección.
Unos pasos más y estaba a sus pies.
“¡Gurudeva! Su divina faz no era otra que la que había visto en millares de visiones.
Esos ojos elocuentemente serenos, y la majestuosa cabeza leonina, su barba terminada en punta y su rizada cabellera suelta, se me habían presentado frecuentemente en la oscuridad, en mis nocturnas ensoñaciones, revelando una promesa que yo no había entendido completamente.
“¡Hijo mío, por fin has venido a mí!” Mi gurú profería esta frase una y otra vez en lengua bengalí, con voz trémula de gozo: “¡Cuántos años te he estado esperando!”
Autobiografía de un Yogui
Paramahansa Yogananda.